Hace poco, en un reportaje de televisión, una de las personas que intervenía a propósito del daño que el acoso o difamación puede causar afirmaba que muchos ahora en aras de la libertad de poder expresarse libremente, “dicen lo que piensan, sin pensar lo que dicen…”. Este juego de palabras me hizo reflexionar sobre las implicaciones que esto conlleva.
En realidad, no es nada nuevo. Ya en tiempos de nuestros
bisabuelos y abuelos se practicaba las coplillas que ponían en evidencia vicios
y rencillas de los vecinos, después vinieron las octavillas y pintadas en muros
y, en todo caso siempre funcionó el boca a boca con las maledicencias
susurradas vertidas en oídos ansiosos de conocer. Pero con las redes sociales
la envergadura se ha multiplicado en cantidad y rapidez de circulación.
Cuando sentí la conveniencia de unirme a las redes
sociales, inmediatamente comprendí que estaban hechas exclusivamente para
practicar el alago y no la crítica. La razón principal era que, en primer lugar,
las redes estaban configuradas supuestamente por “amigos para amigos”, y en
segundo lugar en que todo comentario, imagen, vídeo que se subía o compartía lo
era con la similitud de las pintadas que todos hemos conocido sobre muros de
las calles y sobre puertas de aseos públicos para conocimiento y escarnio
general. Cuando apuntaban a fulanita o menganito convertían a estos en unos
desgraciados señalados entre la comunidad. A veces, y según la vulnerabilidad
podían desembocar en tragedia.
Porque la difamación siempre hace daño, independientemente
del medio que se emplee. Sólo basta con leer una reciente noticia de las muchas
que ha habido. En el periódico El Mundo este mismo mes: El intento de suicidio de Saray.
Pero, claro, la crítica cuando es en un entorno
conveniente puede ser muy positiva. Siempre que persiga sugerir razonable y razonadamente
posibles mejoras y posible rectificación de errores.
¿Y qué decir de la crítica destructiva? Ésta evidentemente
sólo destruye y no ayuda a crecer a una sociedad sino a todo lo contrario. Estoy
seguro que todos estamos de acuerdo en que la crítica debe ser siempre
constructiva.
Sin embargo, la crítica hacia la gente difícilmente será
constructiva en las redes. ¿A quién puede gustar ver una pintada en un muro
frente a tu casa donde te aconseje que esa ropa no te favorece nada o que te
sugiere cambiar de peinado, o que no aparques el coche tan separado de la acera
o…? Las redes sociales llaman “muro” al panel exclusivo para tus publicaciones,
y al ser público o abarcar al resto de tus “amigos”, muchos de los cuales ni
siquiera lo son, vienen a ser como el muro frente a tu casa donde te ha dado
por criticar “constructivamente”. No funciona. Sólo funciona con asuntos
públicos, y aquí sí que entra la necesidad de emplear lo dicho al
principio: decir lo que se piensa que debería rectificarse pensando bien lo
que se dice. No todos los temas tienen la suficiente entidad para ser
tratados. Debemos estar atentos al fondo de lo que se debate o comenta
para asegurarnos que es pertinente hacerlo. Pero tanto como al fondo, si no
más, habrá que cuidar la forma de hacerlo.
No será lo mismo decir que “aquello fue catastrófico”
a que “aquello quizá pudiera ser más eficaz aplicando estas sugerencias”. Suponiendo
que existen suficientes razones para efectuar esa crítica, la primera forma se
aproxima a ser crítica negativa y la segunda constructiva. Aún sugiriendo las
mismas soluciones y con el mismo fondo.
Volviendo a mi idea del uso de nuestros muros en redes. Si
sentimos el impulso de expresarnos en ellas, es mucho más eficaz usarlos para
decir lo felices que somos comiendo donde comimos, estando con esa buena
compañía, viajando con esos amigos o familia, celebrando ese cumpleaños.
Felicitando, diciendo lo guapos que vemos a nuestros amigos, alegrándonos de
los éxitos que nos contaron, que expresando lo mal que vemos a este amigo, que
yo no haría ese viaje tan cutre, etc.
Cuando a veces veo esas pintadas que expresan un amor
adolescente, sin abandonar mi oposición a la pintada en sí (estoy en contra de ensuciar paredes públicas o privadas), me provocan una
sonrisa y me hacen evocar tiempos mejores para mí. Cuando veo un insulto contra
algún otro adolescente, comprendo el dolor y angustia que seguramente está
provocando en esa persona y su entorno.
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Imagen publicada en el periódico La Vanguardia
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